miércoles, 6 de noviembre de 2013

Teresa (cuento)



Teresa apretó el cigarrillo entre índice y corazón y aspiro. 

Con el silencio de la media noche casi se podía escuchar el sonido del papelillo al quemarse, este era el cuarto cigarrillo del día, el médico le había sugerido bajar de la cajetilla que se fumaba. Eso la tenia de un humor de los mil demonios, tanto que cuando Genaro le dijo – Tranquila mija, con tanta polla que le toca chupar no se dará ni cuenta de la falta del cigarrillo- Teresa le dio esa mirada que decía “Vístase y váyase” a lo que él, cliente antiguo, obedeció sin chistar. A pesar de llevar más de diez años como prostituta, y que siendo un pueblo pequeño tenía el mismo reconocimiento que el maestro, el cura, el médico y el alcalde (Con los que valga decir se había acostado en numerosas ocasiones), no se había acostumbrado a los comentarios vulgares sobre el sexo, cosa que las otras muchachas del prostíbulo veían como “gajes del oficio”. 

Aunque era evidente que las otras muchachas no eran como ella, comparadas con Teresa las otras putas eran una camada de perras anónimas y macilentas. La cabellera roja, el busto generoso y esos labios que solía pintar con un labial rojo que le había traído en alguna ocasión el sastre (además de los vestidos que también le regalaba), la hacían destacar de las otras prostitutas y de las otras mujeres del pueblo que no podían ignorarla, como si hacían con las otras.

Teresa apago su cigarrillo a medio acabar en el cenicero, se quito su bata, miro a los lados como si temiera que alguien viera su desnudez de alquiler y camino hacia el baño, se miro al espejo y suspiro mientras tomaba cada seno con una mano, levantándolo como si pretendiera que de alguna manera recordaran en que lugar estaban hace diez años. –Te estás poniendo vieja Teresa.- se dijo y al hacerlo quito rápidamente su mirada del espejo como si ya fuera suficiente aquello de ser testigo visual del paso del tiempo.

Entro a la ducha y abrió la llave, y así comenzó ese ritual que llevaba practicando desde la primera noche en la que se acostó con alguien por plata. Agua caliente, tanto que enrojecía la piel y soltaba vapor, como cada vez, Teresa apretó su mandíbula y cerro sus ojos, mientras pasaba a la segunda parte del ritual, tomo el estropajo que había comprado en el mercado y empezó a frotarse furiosamente, sus brazos, su cuello, sus senos, sus piernas, y su entrepierna donde restregó fuertemente entre la maraña de vello castaño de su sexo sin parar de recibir el agua caliente. Cerro la llave, soltó el estropajo. Abrió el agua fría, y su piel de porcelana se estremeció ante el cambio de temperatura, suspiro, dejo que poco a poco el frió calmara la irritación que había dejado el agua caliente y el estropajo.
Cualquiera diría que era un ritual de limpieza, que se sentía sucia; Quizá la primera vez haya sido así, pero Teresa había madurado, era una mujer practica, consideraba su trabajo casi como un servicio público, gracias a ella, el Alcalde no perdía los estribos a cualquier provocación, El cura se sentía más jovial y el profesor descansaba de las extenuantes jornadas con los niños. 


El ritual era una forma de darle un sentido de cotidianidad a su día, después de tantos años Teresa había aprendido que cada vez que se acostaba con un hombre, así fuera uno de sus clientes frecuentes, era una exploración totalmente nueva de la mutua anatomía y después de un día de navegar a la deriva entre cuerpos y sudores, si ritual la traía de nuevo a tierra, su ritual no permitía que quedara flotando a la deriva en sus sabanas.


Teresa seco su cuerpo y envolvió su cabellera en una toalla, se acostó desnuda en su cama, y con un nudo en la garganta cerró los ojos, dormía sola todas las noches, y sus sueños no eran tan cándidos como sus amantes…